lunes, 7 de septiembre de 2009

Sociedad militarizada


“Señores pasajeros, les recordamos que no está permitido llevar armas en el recinto del aeropuerto ni en sus alrededores”. Es el sistema de megafonía del aeropuerto internacional Ben Gurion. Un mensaje que avisa al viajero de que Israel es un Estado en eterna guardia tras sus numerosas guerras contra su entorno árabe. Un Estado en el que ir armado por la calle es algo relativamente normal. Por los bulevares de Tel Aviv se puede ver a chicos de 18 años portando fusiles mientras se comen un helado o envían un mensaje con el móvil. Por el paseo marítimo de la capital no es extraño ver a grupos de jovencísimos soldados de las IDF (el ejército israelí, en sus cifras en inglés “Israeli Defense Forces”) haciendo footing con sus automáticas. Armas de las que un recluta israelí no puede separarse en absoluto: de hacerlo, se arriesga a tener que cumplir penas de cárcel de “hasta 7 años”. Habla una joven israelí de 24 años que ya ha cumplido sus dos años de servicio militar obligatorio (tres para los varones). Sarah afirma que para ella la experiencia en las IDF fue “buenísima": "Un tiempo donde hice amigos y conocí a un montón de israelíes que de otra forma nunca hubiera conocido”. El servicio militar obligatorio es un periodo de aprendizaje en el que el ciudadanos de Israel parecen interiorizar que el Estado en el que viven es un enorme ejército en constante guardia.

No es difícil hablar con jóvenes isralíes sobre su experiencia en las IDF. De hecho, la mayoría acogía con naturalidad e incluso desenfado mi curiosidad sobre la vida en el ejército. Amit fue uno de ellos. Lo conocí tomando un cóctel en uno de los numerosos chiringuitos que pueblan las playas de Tel Aviv. Mientras un helicóptero de apariencia militar volaba sobre nuestras cabezas (“¿Militar? No, es demasiado silencioso. A los helicópteros militares los reconoces por el estruendo que hacen”, puntualizó Amit con gesto de saber de lo que estaba hablando), contestó a mis ávidas preguntas sobre la última guerra Líbano en el verano de 2006, donde él sirvió. “Sí, es cierto que los miembros de Hezbolá estaban muy bien preparados para la guerra. Parecían jodidos ninjas: aparecían de la nada, disparaban sus bazucas y volvían a desaparecer como habían aparecido”, me contó Amit con el tono con el que habla alguien que narra sus recuerdos de una acampada estival. “La verdad es que fue una experiencia dura: perdí a amigos allí. Muchas veces no puedo dejar de pensar que si yo hubiera estado un par de metros a la derecha, ahora mismo no estaría vivo”. ¿Y volverías a la guerra si Israel te lo pidiera? “Por supuesto que sí. Para mi servir en el Ejército es como tomarme unas vacaciones. Dejó mi vida normal, mi casa, mi familia, para volver a encontrarme con viejos amigos”. Realmente cuesta entender cómo se pueda hablar así sobre la guerra. Quizá sea una estrategia psicológica del joven israelí para abstrarse de la sociedad de excepción en la que vive inmerso.

Honestidad, confianza y propaganda

“La diferencia entre las fuerzas armadas israelíes y las del resto del mundo es que aquí el panadero, el repartidor de periódicos y el profesor universitario son reservistas: todo ciudadano israelí forma parte de una manera u otra del Ejército”. El que habla es Uri Goldflam, el fundador de Shalhevet, una empresa consultora de educación que también ofrece visitas guiadas en Jerusalén y otras ciudades de Israel. El mismo Uri sirvió en la Franja de Gaza. Para Uri esa militarización de la sociedad supone que el Ejército tenga que ser más honesto, cuidadoso y decir siempre la verdad: “Aquí todo el mundo se entera de lo que pasa en las IDF, porque todo el mundo forma parte de ellas o conoce a gente que sirve en ellas”.

Su alegación venía precedida de mis serias dudas sobre la veracidad de la información que ofrecen las IDF sobre sus operaciones en los territorios palestinos o sobre la moralidad de su forma de proceder. Dudas provocadas por nuestro previo encuentro con Avital Leivobich, la jefa de la Oficina para Medios Internacionales del Ejército israelí. “Nosotros siempre decimos la verdad”, nos dijo sin sonrojo Leibovich. “Sin embargo, ¿dicen ustedes siempre toda la verdad?”, pregunté yo. “¿Y quién dice siempre toda la verdad? ¿Usted?”, me respondió de nuevo sin sonrojarse. Leivobich nos dio un repaso del “honesto” manejo de información por parte del Ejército israelí, afirmó que los muertos civiles en la última ofensiva de Gaza fueron muchos menos de lo que dieron los medios extranjeros (unos 300, según Leivobich; 500, según la información de la mayoría de medios y organizaciones pro derechos humanos[1]) y describió las bondandes del muro de separación que aisla y divide Cisjordania: “Gracias a la valla han desaparecido los atentados suicidas y también el sistema de la dagua, por el que las familias de los suicidas recibían dinero de las organizaciones terroristas. De esta forma, esos palestinos se han tenido que poner a trabajar, lo que ha reactivado de manera indirecta la economía de Cisjordania”. Además, según Leivobich, la “valla” también ha mejorado la seguridad dentro del territorio ocupado, gracias a lo que ha aumentado el turismo en ciudades como Jericó o Jenín. Sobre la ilegalidad del muro declarada por la ONU y el Tribunal Internacional de La Haya, Leivobich respondió: “Bien, Israel es un país soberano y toma las medidas que cree necesarias para asegurar su seguridad”. Cínica propaganda que no puedo aceptar como información veraz, le dije a Uri...

... “Entiendo que no te creas la información procedente de las IDF, porque los ejércitos de países como España proceden de otra manera, pero créeme: en este país puedes confiar en los militares”, me respondió Uri. Su teoría es clara: la propaganda israelí está mucho más cerca de la verdad que la palestina. Los periodistas extranjeros, con buena fe, buscan el punto medio entre ambas versiones, con lo que la información de los medios internacionales sobre el conflicto israelí-palestino siempre acaba siendo involuntariamente propalestina y alejadísima de la verdad.

Escuchando a los israelíes uno se da cuenta de que están absolutamente convencidos de que su versión es la más veraz y de que sus motivaciones bélicas cuentan con una legitimidad absoluta, casi incontestable. En definitiva, la supervivencia de Israel descansa en la creencia en el proyecto sionista por parte de la propia población, una ciudadanía convencida de que su país tiene razón de ser y de que el pueblo judío tiene derecho a vivir como vive y donde vive. A partir de ahí, quien intente acabar con Israel, saboreará su brutal potencia de fuego. Como dice Uri, “si los árabes bajan las armas, ganarán la paz. Pero si los israelíes bajan la armas, perderán su Estado”. Discurso profundamente pragmático y, en parte, realista. Así las cosas, parece como si la mayoría de los israelíes no creyese en la posibilidad de alcanzar una convivencia pacífica con sus vecinos árabes. “Ésa es una visión muy cristiana por tu parte. Veo que eres muy optimista sobre la convivencia entre religiones, pero si la población musulmana sigue creciendo en Europa, quizá algún día verás como esos musulmanes europeos declaran la República Islamista de Alemania”, remató Uri.

En agosto de 2005, el entonces primer ministro de Israel, Ariel Sharon, decidió implementar el conocido como Plan de desconexión en Gaza: Israel retiraba todos los asentamientos de la Franja así como su presencia civil y militar. Después Hamás se hizo allí con el poder. ¿Qué ocurrió entonces? Que la fracción islamista palestina comenzó a lanzar cohetes sobre el sur de Israel. Es la versión de los hechos de David, un estudiante de 28 años de mirada noble y palabras diáfanas. “No nos quedó otra opción que atacar. La cosa es así: si nosotros le damos oportunidades a la paz y los palestinos nos siguen atacando, nosotros devolveremos los golpes. Para el resto del mundo aparecemos igualmente, hagamos lo que hagamos, como los malos de esta película. Si ellos matan a uno de los nuestros, nosotros mataremos a 10 de ellos. Si es el juego al que quieren jugar, pues jugaremos”. El precio de la seguridad de Israel, del edén para el pueblo judío, tiene un precio. Un precio muy alto para la parte más débil.

Jerusalén, dos de la tarde: una pareja de jóvenes soldados israelíes comen un falafel en un restaurante situado cerca de la ciudad vieja sin despegarse de sus armas automáticas. Comienzo a hablar con ellos y pronto estamos charlando entre risas. Les pregunto que dónde están haciendo el servicio militar. En Cisjordania, me responde la chica. He estado por allí, le digo, ¿te gusta? No, no me gusta, es peligroso, me responde con gesto de sorpresa. No tuve esa sensación, le replico. Quizá para ti, pues tu no eres judío, repone. No crees posible conseguir la paz algún día con los palestinos. Mirada de escepticismo como primera respuesta. Como segunda: “Ojalá, pero, sinceramente, creo que jamás será posible”.


[1] Israel/Gaza: Operación “Plomo Fundido”: 22 días de muerte y destrucción: en los 22 días que duró la Operación “Plomo Fundido”, murieron unos 1.400 palestinos, entre ellos 300 niños y niñas, más de 115 mujeres y unos 85 hombres de más de 50 años. Fuente: Amnistía Internacional. Más información en este enlace.

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